Testimonio de un ex pandillero salvadoreño: «he dejado a niños
sin padre»
Por Pedro Zuazua, diario El País, España. Desde Madrid. | 19
abril de 2007
¿Qué es lo más fuerte que llegaste a hacer? "En la mara
se hacen muchas cosas". ¿Llegaste a matar a alguien? Sonrisa triste.
Mirada vidriosa. Silencio. Alexander, nombre ficticio, perteneció durante años
a una mara. Así se llaman las pandillas violentas que actúan en El Salvador. No
quiere dar datos sobre su vida. No quiere salir en fotos. "Cuando te sales
de la mara, hay tres opciones: que te maten tus ex compañeros, que te maten los
rivales o que te mate alguien a quien un día hiciste daño", explica. Ha viajado
a Madrid para participar en unas jornadas sobre pandillas juveniles en América
Latina que se celebran en la Casa de América. "Cuando eres joven, siempre
quieres hacer lo que está prohibido, llevar la contraria". Así explica
Alexander por qué entró en la mara. "Al principio son como una familia
para ti, te lo dan todo, pero después tienes que hacer cosas porque sí".
¿Qué tipo de cosas? "Rifa, viola, mata y controla es el lema",
contesta. "Antes de que acabara la guerra, en 1992, yo estaba en una mara,
pero lo más que hacíamos era robar, luego llegó gente de Estados Unidos con
nuevas ideas, nuevas maneras de vestir... y todo cambió", dice. "En
1992, Estados Unidos decidió empezar a deportar a los salvadoreños que tenía en
sus cárceles, y entonces empezó a agravarse el problema", precisa José
Luis Tobar, subdirector de la policía de El Salvador. Hace tres años, el
Gobierno decidió instaurar una política de "mano dura", que llevó
"a detenciones masivas, pero no efectivas", explica Tobar. "Las
maras, en las que calculamos que hay 13.000 jóvenes, han cambiado mucho, ahora
tienen estructura de crimen organizado", añade. Según Alexander, cerca de
50.000 personas forman parte de alguna de las dos principales maras de El
Salvador: la 13, o Salvatrucha, y la 18. Y sí que han cambiado, no sólo en
organización. "Antes sólo los líderes teníamos armas, ahora puedes ver a
un niño de 12 años con una metralleta en la mano", puntualiza. A pesar de
haber estado tantos años dentro de una de las organizaciones, Alexander asegura
que no le quedan amigos de aquella época: "En la mara no hay amistad, sólo
compañeros. A veces me cruzo con gente que estuvo conmigo, pero no nos
saludamos". Decidió poner punto final a su experiencia en la mara después
de una "misión loca". "Uno a veces hace estupideces, después
madura y se da cuenta de que está haciendo daño a gente que ni conoce, dejando
a niños sin padres...", explica. Cinco años después, Alexander tiene su
propio negocio. Lo ha logrado gracias al Polígono Don Bosco, en el que se trata
de dar una oportunidad a los jóvenes sin trabajo. "El 80% de la gente que
está en la mara saldría de ella si se le ofreciera un trabajo", dice el
sacerdote salesiano español Pepe Moratalla, que lleva 22 años en El Salvador y
trabaja en el Polígono. Pide ayuda para proseguir con el proyecto. "Si los
países del primer mundo nos financian, ayudarán a muchos jóvenes y evitarán
que, en un futuro, las maras se instalen en Europa", dice convencido de
que es uno de los objetivos de las bandas. "A éste le conozco", dice
Alexander. Con paso tranquilo, camina entre los que un día fueron sus
compañeros. Le miran fijamente desde la pared. Son las fotografías que Isabel
Muñoz sacó en varios penales de El Salvador. Para tomar las imágenes, tuvo que
pedir permiso primero a las autoridades del país, y después a las propias
maras. "Fue una experiencia dura, porque nunca había estado en una cárcel
y son asesinos, pero también hay que entender que son personas" explica la
fotógrafa. La exposición Maras. Cultura de la violencia, que se inaugura hoy,
muestra imágenes de miembros de las bandas. Miradas penetrantes y tatuajes
inverosímiles pueblan las fotos. Algunos posan con los nombres de las personas
a las que mataron detrás. No son ni una ni dos. "Para la rehabilitación de
los mareros hay dos problemas", explica Miguel Azucena, rehabilitador del
Polígono. "Primero que las maras no quieren dejarles salir, y después que
algunos de ellos tienen toda la cara tatuada. ¿Te gustaría trabajar con alguien
que tiene toda la cara tatuada?", interpela. Alexander no tiene ningún
tatuaje que le marque, pero no vive tranquilo. "Siempre estoy mirando para
los lados, por si acaso", asegura. La vida le ha cambiado. "Es como
si me hubieran sacado un casete y te meten otro". ¿Qué hubiera pasado de
haber seguido en la mara? "Que no estaría aquí, hablando con vos, estaría
muerto", concluye.
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