Testimonio de un niño migrante que quedó atrapado en México.
Por Luz Adriana Santacruz Carrillo, desde la Ciudad de México.
Era adolescente cuando hizo la travesía. Cruzó tres países huyendo de una mara que le pidió que mate a su hermano.
Sus heridas siguen abiertas.
Han pasado dos años desde que huyó de su país, El Salvador en donde dejó amigos y familia pero también el lugar donde dejó la violencia de las pandillas que lo acosaban. Cansado y harto del horror que lo rodeaba se decidió a cruzar montañas, ríos, países. No tenía dinero y tampoco le importaba lo que le esperaba. Sólo quería huir.
Con un nudo en la garganta y un respiro profundo Ángel, nombre ficticio para proteger su identidad, hoy de 19 años, recuerda que desde pequeño quería “irse al Norte”. Ese deseo marcó su vida pero fueron los problemas que tuvo con una pandilla los que lo obligaron a emigrar de urgencia.
“Me iban a matar”, le dice a UnivsionNoticias.com. La frase le cuesta. A Ángel le duele recordar y compartir los motivos por los que se fue de El Salvador.
Ángel confiesa que era pandillero. Integraba una de las maras que azotaban a su colonia. Dice que no se juntaba mucho con ellos pero que le hacían algunos encargos: ir a Guatemala a buscar droga y luego traficarla a El Salvador.
Esos "favores", aunque sabía que eran delito, los podía manejar. Pero fue uno, el más terrible de todos, por el que decidió cortar.
“Me dijeron que querían que le cayera mi hermano, que lo matara. Sentí que el mundo se me venía encima. Yo les dije que no, que le dieran otra oportunidad, que iba a hablar con él, que lo iba a aconsejar pero él [su hermano] no me puso atención”, cuenta Ángel.
El hermano menor de Ángel era miembro de una pandilla contraria.
“Antes de que se hiciera algún problema, lo callaron. A mí me dejaron por un tiempo, me dieron un chance de que me apartara pero hubo un momento en el que me necesitaron de nuevo. Se agarraron con la contraria [pandilla] y me volvieron a llamar como refuerzo”, recuerda Ángel.
Corría 2012 y Ángel tenía sólo 17 años y unas cuantas monedas en su bolsillo. Junto a un amigo, cuyo nombre no quiere revelar, se armaron de valor y se aventuraron a ese mundo desconocido pero que parecía ideal: la ruta hacia Estados Unidos.
“Sólo decidí venirme para acá y ya. Venía yo y otro amigo pero él era de Guatemala y se había ido para allá [El Salvador]. Nos venimos juntos”, cuenta a UnivisionNoticias.com.
En su travesía, primero cruzaron en autobús hasta pasar la mitad de Guatemala. Se quedaron en el centro. A esas alturas ya no traían dinero ni mucho menos comida. A partir de ahí les tocó caminar.
“Venimos por las montañas. Las cruzamos día y noche. Fueron como cinco o seis días. Así nomás, sólo tomábamos agua de las piletas donde toman las vacas y donde se bañan”, recuerda.
Su paso por las montañas no fue fácil. Los ruidos de animales extraños en las noches solitarias lograban erizarle la piel a Ángel, y de hecho, aún lo hacen cada vez que lo recuerda.
“Preguntando se llega a Roma y decidimos caminar y venirnos así. Da un poco de miedo. Se oyen gritos. Muchas veces escuchamos a monos aulladores que dan miedo”, confiesa.
Todo lo que habían pasado antes había sido complicado pero hasta ese momento no se había dado un problema que los detuviera. Ni el sol lastimando en la piel, ni el calor insoportable, ni las horas de extenuantes caminatas, ni el hambre. Nada los detuvo hasta la frontera con México. Cruzaron por un río. El agua les llegaba casi hasta los hombros.
Cuando terminaron su travesía fluvial ocurrió lo inesperado: “Mi amigo venía molesto de un pie. Se había cortado [antes de salir] pero en el camino se lastimó, se le infectó”, explica.
La herida de su compañero de viaje no paraba de soltar pus. Estaban muy asustados, estaban solos. Solo tenían lo puesto. Ni siquiera una muda de ropa para cambiarse.
La cortada de su amigo pudo más que todas las inclemencias. No lo pensaron más. Se fueron a un hospital de Tenosique, Tabasco sin imaginar jamás que allí se separarían para siempre.
“Ahí se quedó él y me dijo que yo le siguiera. Me quedé esperando afuera del hospital a ver qué me decían. Dijeron que no se podía mover, que no podía caminar, que estaba demasiado sucio. Tenía mucha pus y estaba muy hinchado”, recuerda Ángel.
Aunque Ángel, triste por tener que dejar a su amigo, decidió seguir. Pero el miedo lo invadió: le pidió 20 pesos prestados (menos de dos dólares) y se entregó a las autoridades migratorias.
“Pagué un taxi para que me llevara al Instituto Nacional de Inmigración, me entregué y ahí pedí refugio. Tuve que esperar unos tres meses a ver si me lo daban. Gracias a Dios me lo dieron y me mandaron para acá [el refugio]”, contesta.
En el fondo él quería llegar a Estados Unidos pero ya no sabía qué más hacer para lograrlo.
“Pensé en seguirle pero dije ‘no’. Mejor me voy a entregar. ¿Para qué seguir luchando si no podré llegar? O me pasa algo en el desierto. Mejor me entrego para ver qué onda. No quería regresarme porque me iban a matar. Me quieren matar”, dice.
Tras solicitar refugio, Ángel permaneció un mes en las instalaciones en donde se entregó. Después lo mandaron a otra institución y ahí estuvo otros tres meses.
La espera para Ángel se volvió eterna. Tuvo momentos de desesperación. “Me enojé, lloré, aventé cosas. Me enojaba con los policías porque no me dejaban salir. Estaba encerrado y ya me estaba volviendo loco. No había nadie. Llegaban otros chavos pero luego los regresaban, sólo yo me quedaba esperando a que me dieran refugio”, dice.
La situación de violencia ante la que Ángel se enfrentó en El Salvador fue motivo suficiente como para que México lo aceptara como refugiado permanente.
En el refugio aprendió a trabajar en equipo, a ser paciente y tolerante. El año se le pasó entre amarguras, extrañezas y fue así que cumplió la mayoría de edad, en México.
“Quiero ver a mi mamá. Le pediría disculpas por lo que pasó. Por los pleitos que tuvimos. Empecé a fumar marihuana a los 13 por todos los problemas que ya traía”, explica.
En el albergue vivió en un ambiente de cordialidad. Compartía habitación con otros dos chicos y tenía que hacerse cargo de algunas tareas domésticas.
“Depende de cómo se den las cosas ahora, yo creo que me quedaré acá [en México]. Te hacen ver lo que no quieres ver”, explica.
Solo desde muy chiquito
Ángel trabaja en una tienda de autoservicio para sobrevivir, algo que ya había hecho antes. Desde pequeñito se ha valido por él mismo. Desde muy chico trabajó en una ferretería de hierros, en una cerámica y en otros oficios que desempeñó como ayudante. Dejó la casa de su madre a los siete años y su abuelita lo recibió. Allí vivió un par de años.
Eran cuatro hermanos, tres sobreviven y uno está muerto. El que sigue después de él, fue al que mataron las maras. Tenía 13 años.
“Yo solo me he criado en esta vida, yo solo le he echado ganas”, cuenta, seguro de sí mismo.
“Estoy aquí porque quiero tener una vida diferente. Quiero regresar a ver a mi familia pero no sé… tengo miedo de regresar y que me vayan a matar. Tampoco quiero hacer sufrir a mi mamá. Aunque me hace falta, ya tomé mi decisión”, asegura. Ángel no está más en el refugio.
Aunque hoy Ángel cree que su presente y su futuro están en México, aún le ronda la idea de seguir hasta el Norte: “En Estados Unidos quería trabajar, tener una casa, una familia. Iba a llegar con la hermana del otro chavo que venía conmigo, ella me iba a echar la mano e iba a estar trabajando”.
El sueño americano y la idea de una vida mejor no lo han abandonado a pesar de todo: “Volvería a cruzar la frontera. La he pasado peores pero me he levantado”, termina, agobiado por recordar su pasado no muy lejano.
Tomado de: Univisión.com
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